Como empecé con Verbling


Es domingo. Un domingo cualquiera. Un domingo cualquiera en Chicago, mes de mayo, después (se espera) del último frío que tocará las hojas empezando mostrarse en las ramas de los árboles amaneciendo. Como la gente de esta ciudad, amaneciendo con cierta trepidación tras la siesta invernal que duró demasiado – ¿dónde estoy, ¿qué pasó, y por qué me siento mareado? Una trepidación que me toca ahora mismo mientras estoy tecleando estas palabras. Aquí en un café del barrio, enfrentándome a una tarea que me había dado una profesora de español -- que por cierto yo le había pedido que hiciera. Y lo hizo. “¿Dime cómo o por qué te pusiste a dar clases en Verbling?” – o algo parecido. Para ser sincero, no la oí muy bien o por la baja calidad de nuestra conexión de Internet o por darme cuenta de que me había metido en un lío de verdad. La última es la más probable. Culpa mía.

Como es costumbre, saco provecho de los genios de antaño (pero, aún bien presentes) para que me den la mano. En este momento, la mano le pertenece a El Sabio Gabriel García Márquez que dijo en un discurso en 1970, enfrente de un grupo de admiradores venezolanos, que había montado el estrado “en la misma forma” con la que había comenzado a ser escritor: “a la fuerza.” A la fuerza. Fíjate. No es poca cosa imaginar un genio como él era (sin ninguna duda) empujándose, forzándose, sacándose adelante hacia su propio trabajo. Vale añadir que él seguía describiendo el deber de su oficio de ser escritor como algo que le aburría -- que prefería darle vueltas en la cabeza a sus historias por años antes de ponerse frente a la máquina de escribir porque le costaba tanto trabajo escribir una página. Órale. Gracias, estimado Gabriel García por darme este regalo inesperado de andar flojo con mi propio deber de escribir una redacción corta sobre el tema de Verbling. Lo hago a la fuerza, pero con buenas ganas. Le rindo homenaje a usted.

Me puse a dar clases el verano del año pasado. Había ido tomando clases en Verbling por años como estudiante con dos mujeres hispanohablantes – una aragonesa y una oaxaqueña. Quería coger más práctica en la conversación real, algo que me faltaba en aquellos entonces a pesar de vivir en ciudades llenas de hispanos. Ir a los grupos de Meetup (¿los tenéis en México?) en español me gustaba, pero poco a poco me aburría. Se hartan saludarse, repetirse, dándoles las mismas historias. En otra mano, me encantó la experiencia de ser alumno de nuevo. Me brindaba la oportunidad usar el idioma, por supuesto, pero también la de pensar. Hablar y pensar son de la misma familia, aunque de padres distintos: se puede hablar sin pensar y se puede pensar sin hablar. En Verbling se me presentó el regalo de cumplir las dos: profundizarme en los temas que me interesaban mientras me expresaba en la lengua que me daba tanto placer. Vale parar un momento para dejarlo claro que mis profesoras formaron la parte integral de todo eso. Sin ellas, no hubieran ido ni las conversaciones ni los desafíos de pensar con claridad. A ellas les rindo homenaje. ¿En dónde estaba…? Ah, sí – me di cuenta el verano pasado que el momento había venido regresar a la enseñanza.

Se me ocurrió que echaba de menos el acto de enseñar – algo que hice por ocho años, tanto en las aulas universitarias como en las de organizaciones comunitarias – y que me acostumbraba cada vez más a la manera en la que funcionaba Verbling. ¿Por qué no conjugar ambos? Y así fue.

La primera lección que di en Verbling fue… caótica. Me ponía nervioso en los momentos antes del comienzo de la clase (una de prueba que duraba media hora). Un estado emocional bien conocido como el que padecía antes de las primeras clases del semestre mientras trabajaba en la universidad. ¿Qué diría yo? ¿Cómo empezaría la clase? ¿Qué haría si la alumna (era dominicana, según su perfil) y yo no nos llevamos bien? ¿O si la tecnología falla? Joder. Estaba sudando la gota gorda como si fuera cocodrilo en fábrica de carteras. Espera – ¿sudan los cocodrilos? No sé. De todos modos, apareció de golpe la cara de dicha estudiante en la pantalla y le saludé con ganas. De pronto empezó el caos: ella creía que se le enseñaría inglés desde cero. Cero, cero. Ella no sabía nada de inglés salvo de lo que logró coger desde la cultura popular y los medios de comunicación. Ella esperaba una clase en plan de aula escolar. Yo, una conversación. Me encontré en territorio más difícil del que esperaba. Se me obligó manejar nuestras expectativas para que se salvara la clase. En lugar de hablar en inglés, acabamos hablando sobre inglés… en español. La mayoría de la media hora se realizó en español. Una media victoria que resultó bien para nosotros dos.

Desde aquél comienzo incierto, he llegado a ser profesor cada vez mejor de Verbling. O, he llegado a ser profesor de Verbling con más confianza en mí mismo. Ciertamente me siento más a gusto con la plataforma y también en como manejar las expectativas de los alumnos desde todas partes del planeta en busca de una mano. Se trae éxito con cada clase que se da. Y con cada éxito, vuelvo a la vida. Ya. Basta con marear la perdiz. Yo debería coger el toro por lo cuernos y empezar escribir este ensayo…




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